Por: Ricardo E. Tatto
Al franquear las puertas de abanico que se cerraron detrás de él, por espacio de unos segundos no pudo ver nada. A medida que avanzaba y sus pupilas se ensanchaban para poder distinguir algo más que sólo manchones opacos, sus pasos y la costumbre lo guiaron hacia el sitio donde se amodorraba todos los días: el segundo taburete desde la derecha de la barra.
-Lo de siempre mi rey.-Dijo con la boca pastosa.
-¡Sale una bien helada! -Respondió jocosamente el cantinero.
En menos de un minuto tenía una caguama enfrente. A un lado, Cachón el cantinero asentó un vaso limpio recién lavado. No se molestó en secarlo, lo enjuagó con jabón y lo puso en uso inmediatamente. ¿Para qué secarlo? Después de todo, nunca nadie se había quejado.
Entretanto, la caguama de Cuco sudaba escarcha que se deslizaba por sus anchas caderas. Nada de eso importaba, la botella con cerveza ya se encontraba a la mitad de su contenido original. Cuco sí que sabía cómo empinar el codo. En definitiva, era lo único que le había salido bien a lo largo de su fallida existencia. Para todo lo demás, sólo servía a medias; era un mediocre profesional. El lo sabía y los demás también. Hacía mucho tiempo que abandonó sus esperanzas de ser alguien en la vida, ahora simplemente se resignaba a sobrevivir. ¡Ah! Eso sí, para sus cervezas diarias no podía faltar. Eran la única razón por la que se levantaba en las mañanas y se humillaba en trabajos detestables, ya que al caer el manto de la tarde todo quedaba olvidado al amparo de las sombras cantinescas.
Afuera, el sol inmisericordioso iluminaba la fachada del lugar. En la pared frontal, entre los pedazos de concreto que se caían y la pintura barata que se descascaraba, se alcanzaba a leer el nombre de la cantinucha: LA BOLA CUADRADA.
Adentro, Cuco ordenaba la segunda caguama, pero a medida que el bar se llenaba de clientes, Cachón el cantinero le dejó de prestar atención. Sin nadie con quien charlar y mentarse la madre, giró sobre su amplio trasero y a través del fondo de su vaso echó una mirada panorámica de 180° alrededor de la cantina. El aire se viciaba cada vez más, y los sudores y humores de tantos cabrones juntos empezaron a impregnar el lugar. Cualquier transeúnte que pasara cerca de sus puertas apretaba el paso azuzado por la tufarada rancia que provenía del sitio. Si te considerabas un exquisito, La Bola Cuadrada no era para ti.
En su recorrido visual por entre las mesas, Cuco miró a los borrachos de siempre: en la cantina todo cambia para seguir igual. Ebrios llegan, ebrios se van, ebrios, ebrios y más ebrios reemplazando a los otros. Salucita.
Lo único fuera de lugar que distinguió después de mirar, fue a un tipo extraño sentado en una de las mesas alejadas, en esas que estaban en el anexo del “Salón Familiar”; es decir, en parte de la misma cantina y que por una mera división de mampostería, automáticamente se convertía en la zona decente del baresucho.
-¿Cacahuates, limón y sal?
-Sí, lo que sea, Monchito. -Le respondió al garrotero que ayudaba ante la congestión en la barra, sin dejar de mirar al otro lado del salón.
En un segundo golpe de vista, Cuco distinguió mejor lo que le había llamado la atención sobre el individuo; no era tanto lo inusual de su persona, sino la actividad tan extravagante que estaba realizando sin probar la escasa botana ni inmutarse ante el ambiente que le rodeaba: estaba leyendo.
¡Leyendo! Pero, ¿cómo se atrevía a leer en La Bola Cuadrada? A Cuco no le pareció nada bueno, y se figuró que el tipo aquel era de mal augurio o que algo se traía entre manos, lo que sea, menos leer en la cantina.
Lo continuó observando detenidamente, sólo desviando su mirada para ordenar otra caguama y servirse en el vaso derramando espuma por los bordes. Error de novato. Pero Cuco se encontraba absorto mirando al tipo que leía. Algo había en él que ejercía una atracción idiotizante sobre Cuco, una atracción tan ineludible como para no prestarle mayor atención a su cerveza, el motor que lo mantenía tolerando seguir en este pinche mundo.
Mientras, el tipo que leía pasaba de una página a otra con una parsimonia casi insoportable. De vez en cuando levantaba la vista del libro tan sólo para servirse más espumosa o picar algo de botana en el plato contiguo. Continuaba con su lectura.
De pronto, alzó la mirada y la dirigió hacia Cuco, quien giró tan intempestivamente sobre su taburete que por poco se cae, de no ser porque media nalga lo había mantenido con apoyo suficiente en su sitio. Bebió de golpe su vaso y fingió estar ocupado mirando las fotos de chicas desnudas que se encontraban pegadas en el espejo detrás de la barra. El collage porno de Cachón el cantinero, que iluminaba a sus suripantas con foquitos multicolores, tenues y escandalosos en su expresión más kitsch.
Con el rabillo del ojo, Cuco fue mirando al tipo que leía. Ya no veía hacia su lugar. ¿Será que se había equivocado? Seguramente, porque el tipo ahora tenía un cigarrillo en la boca y buscaba con los ojos al mesero, que de una pasada se lo encendió y siguió su camino.
Por dentro, Cuco se sintió aliviado y a la vez más estúpido que nunca. “Déjate de pendejadas Cuquito, y dedícate a mirar a las chicas del espejo”, se reprochó internamente.
-¡Já! ¡Monchito, traéte otra bien muerta pa´ acá! –Dijo guiñándole al muchacho y sonriendo torpemente.
El tipo continuó con su lectura, pero las cervezas se le empezaron a subir a Cuco y decidió hacer una travesura. Se levantó y se dirigió al baño que se encontraba precisamente en el fondo del salón familiar. Pasó junto al tipo que leía y al estar detrás de él lo miró de soslayo. Efectivamente, estaba embebido en su lectura.
En el baño, mientras orinaba mirando las manchas en la pared y los teléfonos de las putas anotadas con un plumón, se detuvo en hacer la observación de que el sitio que mejor olía en toda la cantina era precisamente ése, el área de los mingitorios, ya que en el fondo había cáscaras de naranja que absorbían el mal olor y dejaban un aroma cítrico en el aire, mucho más agradable que el ambiente enrarecido que cubría la atmósfera de La Bola Cuadrada.
De regreso, se detuvo en la rocola para ejecutar su malévolo plan: metió un par de monedas en la ranura oxidada y escogió un par de rolas escandalosas, una de Juan Gabriel y otra de Los Tucanes de Tijuana. “A ver qué tan bien lee cuando empiece la escandalera”.
Ágilmente caminó por entre las mesas y de nuevo se sentó en el taburete de siempre. Y ahora, a observar la reacción: el tipo que leía ni se inmutó. A pesar de estar tan cerca de los baños y la rocola, en la abstracción en la que se encontraba los sonidos ambientales, los olores, el calor y demás, no hicieron mella en su interés literario.
“¡Con un carajo! Ese tipo tiene que estar fingiendo”, dijo enfuruñándose al ver los nulos resultados de su tonta travesura. Era incapaz de comprender algo así. El concepto de lectura en la cantina consistía en una idea tan ajena para él, que no podía concebirla en alguien más. Y menos en su cantina, que era suya por derecho de antigüedad.
“La Bola Cuadrada es mía y de nadie más. Menos de un tipejo que se quiere pasar de listo conmigo, con nosotros, los clientes habituales”. Tenía que hacer algo, ya que se estaba empezando a incomodar en el sitio que bien podría ser su segundo hogar.
-A ver, Monchito, llámame al Cachón, dile que quiero hablar con él. -Ordenó con autoridad.
-¿Qué pasa, Cuco? ¿Algún problema? –Inquirió con fastidio el cantinero, sabiendo que el sitio se encontraba a reventar y el flujo de fermentados y destilados no se podía detener por nada ni por nadie.
-Fíjate Cachón, en ese tipo solitario allá en el salón familiar; desde que llegó ha estado fingiendo que lee, pero yo pienso que algo turbio se trae entre orejas. Sería bueno que averigües que negocios tiene aquí, porque está incomodando a los clientes.
-¿Ah, sí? ¿A cuáles clientes?
- ¡Coño, cómo que a cuáles, pues a mí! –Dijo escupiendo y levantando la voz.
-Mira Cuco, deja de estar chingando. Sólo porque seas incapaz de leer Condorito o TvNovelas, no quiere decir que la demás gente sea igual. Además, ese tipo se ve bastante culto y no está molestando a nadie. En cambio, ¡tú me estás molestando a mí que tengo trabajo que hacer…! –Gritó Cachón el cantinero mientras le daba la espalda y se alejaba echándose una carcajada.
El color se le subió al rostro. Se sentía humillado; mientras, Monchito lo miraba como diciendo: “Maldito borracho impertinente”. Pero después del encabronamiento, le vino el bajón emocional. El poco orgullo que aún tenía había sido pisoteado. Ya ni siquiera se le respetaba por ser cliente regular y amigo de todos.
Lo peor es que sabía que Cachón tenía razón. A pesar de que sabía leer, era de esos analfabetas funcionales, que no leían nada aunque su vida dependiera de ello. Andaba por el mundo desperdiciando esa habilidad que muchos matarían por tener. Todo era verdad. De ahí que el tipo que leía en la cantina resultara una afrenta tan grave para él, cuya rutina consistía en sentarse a beber a diario frente al espejo de la barra, mirando las fotografías al desnudo, intercambiando chistoretes e historias con el que estuviera dispuesto a escucharlo. En La Bola Cuadrada, él era alguien. Era el buen Cuco, el de siempre, el amigo de todos.
Se miró al espejo. Lo que veía, lo deprimió aún más. Al margen de las chicas en pelotas, en el reflejo vio a un tipo cuarentón, con la ropa raída, barriga incipiente, bolsas bajo los ojos, dientes llenos de aleaciones y rostro de piltrafa humana, sin nada que ofrecer.
Se consoló brevemente pensando que el físico no lo es todo, y el siguiente pensamiento lo deprimió aún más: apartando su constitución deplorable, ni espiritual ni intelectualmente tenía nada con qué contar. Se encontraba vacío; el interior de Cuco era terreno yermo donde nunca crecería ni se desarrollaría nada.
¿Qué podía hacer? El remedio a tantas décadas de mediocridad no podía encontrarse en el fondo de su vaso. Además, a estas alturas de su vida enderezar el rumbo era tarea poco más que imposible. Qué hueva. No tenía caso intentar nada. Sin embargo, se le ocurrió que encontrar un pasatiempo o alguna actividad digna de un ser humano completo e integral le daría el empujón necesario para no continuar con el marasmo que impregnaba su mísera existencia.
Entonces, salió del ensimismamiento en el que se encontraba y sus ojos de nuevo enfocaron la desagradable imagen que tenía enfrente: Cuco a través del espejo.
Acto seguido, sacudiendo la cabeza desvió la mirada de nuevo hacia el tipo que leía. “¡Coño, eso es! ¡Qué pendejo eres Cuco, ahí está la clave! Ponte a leer grandísimo imbécil. No hay pasatiempo más inútil y de más renombre que leer. Si lees, lo cual es raro, nadie que se te ponga enfrente se atreverá a faltarte al respeto. La gente dirá: Mira cuanto lee, debe ser muy culto. No importará que seas un mediocre en todo, ni tampoco tu aspecto. Serás simplemente un intelectual al que le gusta la bohemia”, pensó sin estar convencido del todo.
Estos pensamientos le produjeron tal exaltación, que no se percató de que Monchito lo miraba con extrañeza y una mueca de burla. Al diablo con él. Tenía una idea en la cabeza, ¡una idea!, y nadie podría quitársela. Sorbió de un trago el resto de su cerveza, pagó lo suyo y se retiró dando pasos sobre las nubes de cigarro que se formaban por entre las mesas.
Afuera, bajo el tenue sol del crepúsculo, dio un respingo y se dirigió presuroso hacia algún lado sin dirección en mente, pero con la decisión de un hombre que sabe lo que tiene que hacer. Los rayos del astro que se ocultaba le lamieron las orejas y la nuca mientras caminaba.
En los días subsecuentes, se dedicó a pavonearse con un libro en todos los sitios públicos imaginables. Ya fuera en el parque, en un café o en el camión, C uco no dejaba de hojear su libro sin el menor recato. Lo sostenía convenientemente lejos de su rostro, con una mano y expresión grave. Fruncía el ceño en ciertos pasajes, para luego relajar su faz en clara señal de entendimiento. Remojaba la yema del dedo índice en su lengua amarilla y rasposa, para luego cambiar la página con gran dramatismo.
Así estuvo por espacio de una semana; no obstante, no se atrevió a ir con su nueva pose a La Bola Cuadrada. Temía que el tipo que leía se diera cuenta de su impostura, y que sus camaradas de la barra se burlaran de él. No, no debía ser visto con un libro en la cantina; sobretodo si el mismo había criticado esa actitud fuera de lugar.
En el fondo, en lugar de sentirse mejor, Cuco se sentía un fraude. Sabía que no estaba leyendo en realidad, sino solamente fingiendo que leía. Se encontraba más ocupado fingiendo poses afectadas y mirando de reojo las reacciones de la gente, que leyendo el maldito libro. Ni sabía el título ni el género; pero, después de todo, no era más que un libro y todos los libros son iguales.
Al cabo de unos días, regresó y atravesó las puertas de abanico bajo el rótulo borroso de LA BOLA CUADRADA. Esquivaba las mesas mientras arrastraba los pies, para finalmente sentarse en el segundo taburete desde la derecha de la barra.
-Cachón, lo de siempre por favor…-Pidió con desgano y sin voluntad al cantinero.
-Pero Cuco, mi buen Cuco, ¿dónde diablos has estado? Ya se te extrañaba por aquí Cuquito. -Mintió con una sonrisa desdentada.
-Por ahí, tirándola y leyendo. Por cierto, ¿y el tipo que leía? –Indagó sin rodeos ni florituras.
-Ah. Lo olvidaba. Ha venido por aquí de vez en cuando. Cada dos o tres días llega, se sienta en la mesa más lejana, se pone a leer y bebe un par de caguamas. Sólo dos. Después de su rutina, cierra el libro, paga la cuenta y se va tan silencioso como vino. Es un tipo raro, pero, ¿quién no lo es? Si me pusiera a fijarme en las excentricidades de los clientes nunca terminaría con mi trabajo. A mi lo que me interesa es que beban y se vayan contentos sin causar problemas. Si están chiflados o deschavetados, no es de mi incumbencia mientras paguen la cuenta. ¡Jajajá! –Exclamó mientras le destapaba una caguama a Cuco y se la asentaba a su izquierda.
La razón del deplorable estado emocional de Cuco era que en los días anteriores se había percatado de que su treta era inútil. Nadie lo respetaba ni más ni menos, y fingir que leía era más cansado que leer de verdad. Tal vez después de todo ser un gran lector no hacía mejores ni peores a las personas; simplemente era un complemento, un fragmento de un TODO integral que conformaba la personalidad de los individuos. Por eso había fracasado en su intento: en su interior, seguía tan vacío como siempre. Era un mediocre total.
Cuando se dio cuenta de esto, desistió de su faramalla y dejó los libros y las poses. No podía ser otro que él mismo. Ir en contra de su naturaleza no era agradable, y las cosas acababan por confundirse. No, era mejor seguir siendo el viejo Cuco, el de las caguamas, el del segundo taburete de La Bola Cuadrada. Ése era él, y la cantina, era donde pertenecía.
En eso se encontraba reflexionando mientras miraba la superficie dorada y espumosa de su cerveza, cuando se dio cuenta de que el tipo que leía acababa de entrar y de sentarse en su mesa usual. Qué fastidio. Ahora tendría que soportarlo.
Trataba de ignorarlo cuando por accidente se miró de nuevo en el espejo detrás de la barra; un destello fulgurante le iluminó su lastimero rostro. ¡Lo tenía! Ahora sí iba en serio. Su error había sido buscarse un pasatiempo que no correspondía ni a sus intereses ni a sus capacidades, pero ahora por fin podría hacer algo en lugar de sentarse a mirar pasar las moscas.
¡Claro! Qué estúpido había sido. Pero ya no más. Nunca más. De ahora en adelante, se dedicaría a beber su cerveza serenamente, mientras esperaba al tipo que leía. Lo observaría a través del fondo de su vaso mientras bebía, y para no sentirse mediocre, mínimo leería el título de sus lecturas cuando fuera al baño y pasara junto a él. Perfecto, adiós al marasmo. Hola a la vida renovada.
-¡Monchito!, rápido, tráeme otra, que ahora sí tengo motivos para festejar. ¿Cómo no chingaos? A partir de ahora, ¡soy un Cuco nuevo y mejorado! –Gritó mientras al unísono Cachón y los demás en la barra se echaban una carcajada.
FIN
Al franquear las puertas de abanico que se cerraron detrás de él, por espacio de unos segundos no pudo ver nada. A medida que avanzaba y sus pupilas se ensanchaban para poder distinguir algo más que sólo manchones opacos, sus pasos y la costumbre lo guiaron hacia el sitio donde se amodorraba todos los días: el segundo taburete desde la derecha de la barra.
-Lo de siempre mi rey.-Dijo con la boca pastosa.
-¡Sale una bien helada! -Respondió jocosamente el cantinero.
En menos de un minuto tenía una caguama enfrente. A un lado, Cachón el cantinero asentó un vaso limpio recién lavado. No se molestó en secarlo, lo enjuagó con jabón y lo puso en uso inmediatamente. ¿Para qué secarlo? Después de todo, nunca nadie se había quejado.
Entretanto, la caguama de Cuco sudaba escarcha que se deslizaba por sus anchas caderas. Nada de eso importaba, la botella con cerveza ya se encontraba a la mitad de su contenido original. Cuco sí que sabía cómo empinar el codo. En definitiva, era lo único que le había salido bien a lo largo de su fallida existencia. Para todo lo demás, sólo servía a medias; era un mediocre profesional. El lo sabía y los demás también. Hacía mucho tiempo que abandonó sus esperanzas de ser alguien en la vida, ahora simplemente se resignaba a sobrevivir. ¡Ah! Eso sí, para sus cervezas diarias no podía faltar. Eran la única razón por la que se levantaba en las mañanas y se humillaba en trabajos detestables, ya que al caer el manto de la tarde todo quedaba olvidado al amparo de las sombras cantinescas.
Afuera, el sol inmisericordioso iluminaba la fachada del lugar. En la pared frontal, entre los pedazos de concreto que se caían y la pintura barata que se descascaraba, se alcanzaba a leer el nombre de la cantinucha: LA BOLA CUADRADA.
Adentro, Cuco ordenaba la segunda caguama, pero a medida que el bar se llenaba de clientes, Cachón el cantinero le dejó de prestar atención. Sin nadie con quien charlar y mentarse la madre, giró sobre su amplio trasero y a través del fondo de su vaso echó una mirada panorámica de 180° alrededor de la cantina. El aire se viciaba cada vez más, y los sudores y humores de tantos cabrones juntos empezaron a impregnar el lugar. Cualquier transeúnte que pasara cerca de sus puertas apretaba el paso azuzado por la tufarada rancia que provenía del sitio. Si te considerabas un exquisito, La Bola Cuadrada no era para ti.
En su recorrido visual por entre las mesas, Cuco miró a los borrachos de siempre: en la cantina todo cambia para seguir igual. Ebrios llegan, ebrios se van, ebrios, ebrios y más ebrios reemplazando a los otros. Salucita.
Lo único fuera de lugar que distinguió después de mirar, fue a un tipo extraño sentado en una de las mesas alejadas, en esas que estaban en el anexo del “Salón Familiar”; es decir, en parte de la misma cantina y que por una mera división de mampostería, automáticamente se convertía en la zona decente del baresucho.
-¿Cacahuates, limón y sal?
-Sí, lo que sea, Monchito. -Le respondió al garrotero que ayudaba ante la congestión en la barra, sin dejar de mirar al otro lado del salón.
En un segundo golpe de vista, Cuco distinguió mejor lo que le había llamado la atención sobre el individuo; no era tanto lo inusual de su persona, sino la actividad tan extravagante que estaba realizando sin probar la escasa botana ni inmutarse ante el ambiente que le rodeaba: estaba leyendo.
¡Leyendo! Pero, ¿cómo se atrevía a leer en La Bola Cuadrada? A Cuco no le pareció nada bueno, y se figuró que el tipo aquel era de mal augurio o que algo se traía entre manos, lo que sea, menos leer en la cantina.
Lo continuó observando detenidamente, sólo desviando su mirada para ordenar otra caguama y servirse en el vaso derramando espuma por los bordes. Error de novato. Pero Cuco se encontraba absorto mirando al tipo que leía. Algo había en él que ejercía una atracción idiotizante sobre Cuco, una atracción tan ineludible como para no prestarle mayor atención a su cerveza, el motor que lo mantenía tolerando seguir en este pinche mundo.
Mientras, el tipo que leía pasaba de una página a otra con una parsimonia casi insoportable. De vez en cuando levantaba la vista del libro tan sólo para servirse más espumosa o picar algo de botana en el plato contiguo. Continuaba con su lectura.
De pronto, alzó la mirada y la dirigió hacia Cuco, quien giró tan intempestivamente sobre su taburete que por poco se cae, de no ser porque media nalga lo había mantenido con apoyo suficiente en su sitio. Bebió de golpe su vaso y fingió estar ocupado mirando las fotos de chicas desnudas que se encontraban pegadas en el espejo detrás de la barra. El collage porno de Cachón el cantinero, que iluminaba a sus suripantas con foquitos multicolores, tenues y escandalosos en su expresión más kitsch.
Con el rabillo del ojo, Cuco fue mirando al tipo que leía. Ya no veía hacia su lugar. ¿Será que se había equivocado? Seguramente, porque el tipo ahora tenía un cigarrillo en la boca y buscaba con los ojos al mesero, que de una pasada se lo encendió y siguió su camino.
Por dentro, Cuco se sintió aliviado y a la vez más estúpido que nunca. “Déjate de pendejadas Cuquito, y dedícate a mirar a las chicas del espejo”, se reprochó internamente.
-¡Já! ¡Monchito, traéte otra bien muerta pa´ acá! –Dijo guiñándole al muchacho y sonriendo torpemente.
El tipo continuó con su lectura, pero las cervezas se le empezaron a subir a Cuco y decidió hacer una travesura. Se levantó y se dirigió al baño que se encontraba precisamente en el fondo del salón familiar. Pasó junto al tipo que leía y al estar detrás de él lo miró de soslayo. Efectivamente, estaba embebido en su lectura.
En el baño, mientras orinaba mirando las manchas en la pared y los teléfonos de las putas anotadas con un plumón, se detuvo en hacer la observación de que el sitio que mejor olía en toda la cantina era precisamente ése, el área de los mingitorios, ya que en el fondo había cáscaras de naranja que absorbían el mal olor y dejaban un aroma cítrico en el aire, mucho más agradable que el ambiente enrarecido que cubría la atmósfera de La Bola Cuadrada.
De regreso, se detuvo en la rocola para ejecutar su malévolo plan: metió un par de monedas en la ranura oxidada y escogió un par de rolas escandalosas, una de Juan Gabriel y otra de Los Tucanes de Tijuana. “A ver qué tan bien lee cuando empiece la escandalera”.
Ágilmente caminó por entre las mesas y de nuevo se sentó en el taburete de siempre. Y ahora, a observar la reacción: el tipo que leía ni se inmutó. A pesar de estar tan cerca de los baños y la rocola, en la abstracción en la que se encontraba los sonidos ambientales, los olores, el calor y demás, no hicieron mella en su interés literario.
“¡Con un carajo! Ese tipo tiene que estar fingiendo”, dijo enfuruñándose al ver los nulos resultados de su tonta travesura. Era incapaz de comprender algo así. El concepto de lectura en la cantina consistía en una idea tan ajena para él, que no podía concebirla en alguien más. Y menos en su cantina, que era suya por derecho de antigüedad.
“La Bola Cuadrada es mía y de nadie más. Menos de un tipejo que se quiere pasar de listo conmigo, con nosotros, los clientes habituales”. Tenía que hacer algo, ya que se estaba empezando a incomodar en el sitio que bien podría ser su segundo hogar.
-A ver, Monchito, llámame al Cachón, dile que quiero hablar con él. -Ordenó con autoridad.
-¿Qué pasa, Cuco? ¿Algún problema? –Inquirió con fastidio el cantinero, sabiendo que el sitio se encontraba a reventar y el flujo de fermentados y destilados no se podía detener por nada ni por nadie.
-Fíjate Cachón, en ese tipo solitario allá en el salón familiar; desde que llegó ha estado fingiendo que lee, pero yo pienso que algo turbio se trae entre orejas. Sería bueno que averigües que negocios tiene aquí, porque está incomodando a los clientes.
-¿Ah, sí? ¿A cuáles clientes?
- ¡Coño, cómo que a cuáles, pues a mí! –Dijo escupiendo y levantando la voz.
-Mira Cuco, deja de estar chingando. Sólo porque seas incapaz de leer Condorito o TvNovelas, no quiere decir que la demás gente sea igual. Además, ese tipo se ve bastante culto y no está molestando a nadie. En cambio, ¡tú me estás molestando a mí que tengo trabajo que hacer…! –Gritó Cachón el cantinero mientras le daba la espalda y se alejaba echándose una carcajada.
El color se le subió al rostro. Se sentía humillado; mientras, Monchito lo miraba como diciendo: “Maldito borracho impertinente”. Pero después del encabronamiento, le vino el bajón emocional. El poco orgullo que aún tenía había sido pisoteado. Ya ni siquiera se le respetaba por ser cliente regular y amigo de todos.
Lo peor es que sabía que Cachón tenía razón. A pesar de que sabía leer, era de esos analfabetas funcionales, que no leían nada aunque su vida dependiera de ello. Andaba por el mundo desperdiciando esa habilidad que muchos matarían por tener. Todo era verdad. De ahí que el tipo que leía en la cantina resultara una afrenta tan grave para él, cuya rutina consistía en sentarse a beber a diario frente al espejo de la barra, mirando las fotografías al desnudo, intercambiando chistoretes e historias con el que estuviera dispuesto a escucharlo. En La Bola Cuadrada, él era alguien. Era el buen Cuco, el de siempre, el amigo de todos.
Se miró al espejo. Lo que veía, lo deprimió aún más. Al margen de las chicas en pelotas, en el reflejo vio a un tipo cuarentón, con la ropa raída, barriga incipiente, bolsas bajo los ojos, dientes llenos de aleaciones y rostro de piltrafa humana, sin nada que ofrecer.
Se consoló brevemente pensando que el físico no lo es todo, y el siguiente pensamiento lo deprimió aún más: apartando su constitución deplorable, ni espiritual ni intelectualmente tenía nada con qué contar. Se encontraba vacío; el interior de Cuco era terreno yermo donde nunca crecería ni se desarrollaría nada.
¿Qué podía hacer? El remedio a tantas décadas de mediocridad no podía encontrarse en el fondo de su vaso. Además, a estas alturas de su vida enderezar el rumbo era tarea poco más que imposible. Qué hueva. No tenía caso intentar nada. Sin embargo, se le ocurrió que encontrar un pasatiempo o alguna actividad digna de un ser humano completo e integral le daría el empujón necesario para no continuar con el marasmo que impregnaba su mísera existencia.
Entonces, salió del ensimismamiento en el que se encontraba y sus ojos de nuevo enfocaron la desagradable imagen que tenía enfrente: Cuco a través del espejo.
Acto seguido, sacudiendo la cabeza desvió la mirada de nuevo hacia el tipo que leía. “¡Coño, eso es! ¡Qué pendejo eres Cuco, ahí está la clave! Ponte a leer grandísimo imbécil. No hay pasatiempo más inútil y de más renombre que leer. Si lees, lo cual es raro, nadie que se te ponga enfrente se atreverá a faltarte al respeto. La gente dirá: Mira cuanto lee, debe ser muy culto. No importará que seas un mediocre en todo, ni tampoco tu aspecto. Serás simplemente un intelectual al que le gusta la bohemia”, pensó sin estar convencido del todo.
Estos pensamientos le produjeron tal exaltación, que no se percató de que Monchito lo miraba con extrañeza y una mueca de burla. Al diablo con él. Tenía una idea en la cabeza, ¡una idea!, y nadie podría quitársela. Sorbió de un trago el resto de su cerveza, pagó lo suyo y se retiró dando pasos sobre las nubes de cigarro que se formaban por entre las mesas.
Afuera, bajo el tenue sol del crepúsculo, dio un respingo y se dirigió presuroso hacia algún lado sin dirección en mente, pero con la decisión de un hombre que sabe lo que tiene que hacer. Los rayos del astro que se ocultaba le lamieron las orejas y la nuca mientras caminaba.
En los días subsecuentes, se dedicó a pavonearse con un libro en todos los sitios públicos imaginables. Ya fuera en el parque, en un café o en el camión, C uco no dejaba de hojear su libro sin el menor recato. Lo sostenía convenientemente lejos de su rostro, con una mano y expresión grave. Fruncía el ceño en ciertos pasajes, para luego relajar su faz en clara señal de entendimiento. Remojaba la yema del dedo índice en su lengua amarilla y rasposa, para luego cambiar la página con gran dramatismo.
Así estuvo por espacio de una semana; no obstante, no se atrevió a ir con su nueva pose a La Bola Cuadrada. Temía que el tipo que leía se diera cuenta de su impostura, y que sus camaradas de la barra se burlaran de él. No, no debía ser visto con un libro en la cantina; sobretodo si el mismo había criticado esa actitud fuera de lugar.
En el fondo, en lugar de sentirse mejor, Cuco se sentía un fraude. Sabía que no estaba leyendo en realidad, sino solamente fingiendo que leía. Se encontraba más ocupado fingiendo poses afectadas y mirando de reojo las reacciones de la gente, que leyendo el maldito libro. Ni sabía el título ni el género; pero, después de todo, no era más que un libro y todos los libros son iguales.
Al cabo de unos días, regresó y atravesó las puertas de abanico bajo el rótulo borroso de LA BOLA CUADRADA. Esquivaba las mesas mientras arrastraba los pies, para finalmente sentarse en el segundo taburete desde la derecha de la barra.
-Cachón, lo de siempre por favor…-Pidió con desgano y sin voluntad al cantinero.
-Pero Cuco, mi buen Cuco, ¿dónde diablos has estado? Ya se te extrañaba por aquí Cuquito. -Mintió con una sonrisa desdentada.
-Por ahí, tirándola y leyendo. Por cierto, ¿y el tipo que leía? –Indagó sin rodeos ni florituras.
-Ah. Lo olvidaba. Ha venido por aquí de vez en cuando. Cada dos o tres días llega, se sienta en la mesa más lejana, se pone a leer y bebe un par de caguamas. Sólo dos. Después de su rutina, cierra el libro, paga la cuenta y se va tan silencioso como vino. Es un tipo raro, pero, ¿quién no lo es? Si me pusiera a fijarme en las excentricidades de los clientes nunca terminaría con mi trabajo. A mi lo que me interesa es que beban y se vayan contentos sin causar problemas. Si están chiflados o deschavetados, no es de mi incumbencia mientras paguen la cuenta. ¡Jajajá! –Exclamó mientras le destapaba una caguama a Cuco y se la asentaba a su izquierda.
La razón del deplorable estado emocional de Cuco era que en los días anteriores se había percatado de que su treta era inútil. Nadie lo respetaba ni más ni menos, y fingir que leía era más cansado que leer de verdad. Tal vez después de todo ser un gran lector no hacía mejores ni peores a las personas; simplemente era un complemento, un fragmento de un TODO integral que conformaba la personalidad de los individuos. Por eso había fracasado en su intento: en su interior, seguía tan vacío como siempre. Era un mediocre total.
Cuando se dio cuenta de esto, desistió de su faramalla y dejó los libros y las poses. No podía ser otro que él mismo. Ir en contra de su naturaleza no era agradable, y las cosas acababan por confundirse. No, era mejor seguir siendo el viejo Cuco, el de las caguamas, el del segundo taburete de La Bola Cuadrada. Ése era él, y la cantina, era donde pertenecía.
En eso se encontraba reflexionando mientras miraba la superficie dorada y espumosa de su cerveza, cuando se dio cuenta de que el tipo que leía acababa de entrar y de sentarse en su mesa usual. Qué fastidio. Ahora tendría que soportarlo.
Trataba de ignorarlo cuando por accidente se miró de nuevo en el espejo detrás de la barra; un destello fulgurante le iluminó su lastimero rostro. ¡Lo tenía! Ahora sí iba en serio. Su error había sido buscarse un pasatiempo que no correspondía ni a sus intereses ni a sus capacidades, pero ahora por fin podría hacer algo en lugar de sentarse a mirar pasar las moscas.
¡Claro! Qué estúpido había sido. Pero ya no más. Nunca más. De ahora en adelante, se dedicaría a beber su cerveza serenamente, mientras esperaba al tipo que leía. Lo observaría a través del fondo de su vaso mientras bebía, y para no sentirse mediocre, mínimo leería el título de sus lecturas cuando fuera al baño y pasara junto a él. Perfecto, adiós al marasmo. Hola a la vida renovada.
-¡Monchito!, rápido, tráeme otra, que ahora sí tengo motivos para festejar. ¿Cómo no chingaos? A partir de ahora, ¡soy un Cuco nuevo y mejorado! –Gritó mientras al unísono Cachón y los demás en la barra se echaban una carcajada.
FIN