Cuentos, ensayos, debrayes y pendejadas

jueves, 9 de octubre de 2008

A 40 años de Tlatelolco

La disidencia de ayer y el anquilosamiento de hoy

Ricardo E. Tatto

Cada año, alrededor de estas fechas, se recuerdan los sucesos ocurridos hace 40 años en la Plaza de las Tres Culturas: la infame Matanza de Tlatelolco. Pero muchas veces me pregunto si es necesario remontarnos tanto tiempo atrás en busca de creencias, de algo con lo cual sentirnos decepcionados y que a la vez resulte inspirador para las generaciones actuales.
Si lo pensamos bien, la identificación con aquel movimiento por parte de los jóvenes contemporáneos, es más bien fabricada y muchas veces hasta inculcada; ya sea por rebeldía o por moda, es usual que muchos manifiesten su simpatía por alguna postura, careciendo de convicción o del criterio necesario para disentir ante las iniciativas de protesta, que muchas veces se desvirtúan en el camino por muy bien intencionadas que sean.
La realidad es que nosotros (los jóvenes) no vivimos el 68, no somos estudiantes que vivieron Tlatelolco, no somos mártires y tristemente en la mayoría de los casos, ni siquiera sabemos cuál fue el principal motor de ese movimiento ni sus peticiones. Nos dejamos llevar por la nostalgia reiterativa y la avalancha de cápsulas, documentales y comentarios mediáticos claramente oportunistas y que sólo buscan la nota del día, como cada 2 de octubre desde aquella década.
Y al día siguiente, como si nada. Ya pasó, eso fue en aquella época, hace muchos años, no nos corresponde a nosotros ni nos incumbe. Encendamos una vela en su honor y sigamos con el marasmo de nuestras vidas. Repitamos sin convicción “el 2 de octubre no se olvida”. Inclusive, pongámonos esas playeras alusivas que ya comienzan a circular, o cualquier símbolo que represente que estamos hermanados con la causa. Pero, ¿qué no tenemos causas propias? ¿Acaso hoy en día no tenemos nada por lo cual protestar o estar en desacuerdo?

Supongo que no. En este país no pasa nada, todo marcha bien, “todo va de pelos” como dijera en una ocasión nuestro ilustrísimo ex-presidente Don Bigotes. Claro, con el bombardeo mediático al cual estamos sometidos desde que tenemos uso de razón, es fácil olvidarse de todo lo que acontece, sobretodo cuando tenemos cortinas de humo creadas y listas para ser digeridas por nosotros en el momento justo, como cuando el fallo del tribunal electoral del 2006 estaba por decidirse, pero la noticia que conmocionó a la opinión pública fue la hazaña de unos intrépidos náufragos, que todos las noches en horario estelar contaron su aventura una y otra vez, con enlace directo y en vivo desde sus hogares, donde hasta los vecinos aguardaban por su regreso y les mandaban muchos saludos (favor de insertar lágrimas de cocodrilo).
Que quede asentado que el problema de las muertas de Juárez, los asuntos de inmigración, el entreguismo del país a los vecinos del norte, la privatización del petróleo, el alza de los precios y todas las suciedades que han pasado desde aquellos sangrientos juegos olímpicos de fines de los sesenta, no cuentan aquí: ya pasaron de moda. La noticia de hoy es la importante, a ver que nuevos revoltosos están haciendo desmanes para ponerlos en evidencia en el noticiero o en los periódicos, según sea el humor de los juniors que controlan a los lideres de opinión, a esos “teachers”, a esos maestros de la farsa y de la cara consternada, y que a veces ni el maquillaje de payaso puede ocultar.
Detrás de la mitificación del movimiento estudiantil que transcurrió a lo largo de aquel año y que desembocó en ese crimen vil y rastrero, están los que lo orquestaron y que, a pesar de todo el circo que se montó para aplicar una justicia bastante tardía, ahí siguen impunes, andan libres, no más fue un sustito, el mismo cuento de nunca acabar. Luis Echeverría lleva 3 años de arraigo domiciliario, ¿y qué? Desde su sillón afelpado el anciano sigue clamando que no le debe perdón a nadie. Presidentes vemos, cinismos no sabemos…
Los grandes relatos se han extinguido por lo que ya no hay en nada en qué creer, es decir, el mito en la actualidad no tiene función ni razón de ser, ya no cumple las funciones sociales de antaño. El poder se ha arraigado de manera intrínseca en cada uno de nosotros, lo cual hace imposible la rebelión, el sistema se ha internado de manera tal que impide cualquier protesta, al menos trascendente; todo queda en el recuerdo redundante y sin sentido, ya no conduce a nada porque el poder ha comprendido la magnitud de su influencia que impide todo lo que vaya mas allá de una mera toma de conciencia.
A 40 años de Tlatelolco, no ha pasado un año en que no suceda alguna crimen en este país, y que muera gente, se reprima, se encarcele, se condone a criminales y políticos, etcétera de los etcéteras.

¡Ahhh! Pero eso sí, el 16 de septiembre todos gritan, todos aplauden, todos ponen sus rancheras y aman a su nación, cuando eso es algo que se practica todos los días, y quien de verdad ama a su país es el primero en admirar sus virtudes, pero también en subrayar sus defectos; porque cuando amas algo, quieres lo mejor para ése algo.
El verdadero grito es ése que nadie escucha, ese quedo susurro, que se ve mitigado y amordazado de manera cotidiana, ante la parafernalia mediática y escandalosa, esa exclamación que se pierde ante la algarabía falsa y deleznable de los políticos, esa queja que no alcanza a salir porque no se lo permiten.
Hay gritos comúnmente y en todas partes, pero se ven ahogados por nosotros mismos, que fungimos como siervos y permitimos que se nos maneje, porque callamos a nuestros semejantes, que no son esos de la clase gobernante, ni líderes mesiánicos ni presidentes fraudulentos, sino esos que reclaman cuando se les quiere cobrar demás, que ya no quieren seguir siendo pisoteados en cada aspecto de sus vidas, que ya están hasta la madre de ese tipo de cosas.

Y así de manera consuetudinaria, ocurren villanías y atropellos, de las cuales somos culpables, porque admito que yo también he contribuido de alguna manera al estado de nuestro entorno social; lo cual ocurre en todo tipo de situaciones y niveles, desde el que tira basura en las calles, el que no respeta los semáforos peatonales, hasta el que arbitrariamente abusa del poder, ordenando asesinatos y limpias generales para borrar la memoria histórica de la gente y desaparecer ese espíritu que a lo mejor está muerto desde entonces. O, de lo contrario, que ilusoria y esperanzadoramente subyace dentro de alguno de los mexicanos actuales y que, para nuestra sorpresa, podría ser la mayoría.
La mejor manera de recordar a los caídos es ayudando a levantarse a los nuestros, a los luchadores sociales contemporáneos, de tal manera que el 2 de octubre sí se olvide, pero sólo para que jamás se repita.

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